Finita en conjunto

Me saluda con un gesto que es una declaración por interpretar: huye de lo que te parezca. Finita en conjunto y con la boca ligeramente torcida en una mueca esculpida con el paso de los años y con el miedo creciente a lo que te da asco: todo. Tus suspiros se han ahogado voluntariamente en el fondo de tu conciencia, atrapados cimbrean por dentro cojeando por la rigidez de tus pensamientos. Me oyes rugir y me das la espalda para mostrarme un bulto que lleva el cartel de desconsuelo. Te marchas abrazada a la distancia de una puerta que te devolverá a la inexistencia cotidiana. Te giras y me miras con una sonrisa que recita, todo vuelve y más tarde, desaparece.

Trompicones

Me deslizo rodeado de almas sin destino, sin brillo, que actúan sin querer tan siquiera avanzar, que son capaces de lanzar preguntas en blanco, perpetuamente aburridos. Tiempo que llenan a trompicones, por favor señor, sea discreto y usted señora, pues discreta. Salir al exterior en busca de un estímulo que me demuestre que estoy vivo en el silencio roto tan sólo por ruido mecánico. Pasan las hojas, corren los ojos y no avanzan las horas. Manos arriba, esto es un atraco y si te cansas, pues las apoyas en tu cabecita estropeada por unas tintas rubias -quemado reflejo de tu cerebro-. Mirada inquieta más que perdida, se te olvida qué hora es y tras un segundo vuelves a mirar cara a cara al tiempo para despertarte un poco más de tu existencia. ¿Te salvo? ¿Nos salvamos?

A medias

Hoy todo es fácil porque cae una luz gris simplificadora y uniformadora sobre la ciudad. Luces únicas y disparos de miradas que no avanzan más que hacia el interior en un constante retroceso. El gatillo, mis ojos, las balas, mil miradas típicamente lánguidas. Miro hacia arriba para olvidar la ausencia de vida y no vuelvo a bajar la vista hasta que un olor me obliga a tirar el ancla. Esencia de una fragancia divina que lleva pegada al alma. Toc toc, camina con decisión y tacones altos. A cada paso me desintegro para dejarla de ver. Veo sin sensaciones, simplemente físicamente, por lo que existo a medias y me pongo triste.

Mujer barbuda

La mujer barbuda existe, y cómo no, me la he encontrado en el subsuelo. Para acompañar la escena, odio, odio musical en forma de notas hirientes provenientes de un acordeón. Mujer barbuda acompañada en sus movimientos por crepitante aire me pone ante una disyuntiva: la afeito o lo mato. Malditos, odio sin escapatoria en la madriguera de la desolación común, oscura y ruidosa. Tranquilo, que te voy a succionar el alma mientras el vagón avanza y una parte de ti se queda atrás, me susurra entre los pelos de su barba en palabras agarradas a unas notas nunca olvidadas.

Degustación con se trencada

Un medio día fui a comer a un restaurante con un amigo y no dejamos propina, lo confieso, por eso escribo, para enviar una propina personal.


No sólo con el sueldo pagan las empresas, ya sabes, está de moda dar valor añadido a cualquier cosa. En el caso que nos ocupa eso se traduce en que tiene en su poder una tarjeta de la empresa para sus gastos, invitar a clientes y demás: unos euros destinados a quedar bien y hacerle sentir con cierto poder, el tope, 30 euros por persona. Esa es la teoría, en la práctica es que se nos ha aparecido la oportunidad de explorar restaurantes que antes sólo podíamos olisquear desde la puerta. Treinta euros no es mucho, pero una factura por aquí y otra por allí y nos podemos pegar comidas de 60-80 euros por persona, invita la multinacional, nada mal.
Hoy ha sido algo excepcional, una sensación jamás imaginada y que no tiene sólo que ver con la comida en sí, que era excepcional, sino con el después y no estoy hablando de retrogustos, sino de una sensación absoluta de presente que me dura hasta ahora. He bebido agua y he salido embriagado, no sé cuál es el truco, pero sabía a magia. Mientras comía no me he planteado el orden de los platos, y ante lo que para mí no seguía una regla aparente se han ido combinando aromas, olores, sabores y gustos en la justa medida y cantidad para transmutarse de alimentos a una sensación de alegría e incredulidad que costará repetir. Una sensación que parece mentira la pueda producir una comida: vitalidad, roces puros que producen un mareo espiritual, recuerdos de sabores que arrancan sonrisas, nostalgia inmediata de no poder repetir porque acabas con la impresión de que jamás volverás a tener hambre.
La coliflor con frambuesa ha arrancado mi primera sonrisa. Fría con una vinagreta intensa y justa que hace explotar de ácido el paladar. Siguiendo en el tono unos berberechos con rúcola y un toque de jengibre para conectar con lo anterior dotados de un sabor mar intenso con ruido de mar incluido y un toque amargo para asentar las bases. Mar justo para concatenar con un plato absolutamente distinto pero no disociado. Atún crudo -no creo que sea el nombre técnico- con unas perlas doradas de sabor líquido concentrado y todo sobre una base de yema de huevo. Palabras mayores, se me han cerrado los ojos sin querer para que mi mente se pudiera concentrar y disfrutar de cada matiz, de cada pequeña explosión que me inundaba desde los pies a la cabeza y renovaba el sabor. Lo siguiente ha sido espectacular, me han dado ganas de exclamar, pero claro tantos euros por medio implican una atmósfera un tanto cortante: crema de alcachofas con piñones, pasas y una salsita paradisíaca. ¡Qué intensidad!, ¡qué goce! al meter la cuchara en la boca notabas la alcachofa en la punta de un sabor sólido, intenso que cambiaba con los segundos hasta dejarte un puntito picante sin picar. Cada vez que hundía la cuchara se me caía una lágrima por la pérdida que suponía ese acto a la vez que se me escapaba una sonrisa ante el placer que estaba apunto de llegar. Durante ese rato me he perdido de la conversación, me ha abstraído de la realidad por unos instantes.
Los platos se han ido sucediendo hasta llegar al final, ¿café? no gracias, no quiero borrar el recuerdo de los sabores, además esperaré unas horas antes de lavarme los dientes, que lo sepas.

Bangkok tiene n dimensiones

Como siempre, las que no se escriben son las palabras perfectas, construcciones sutiles y reveladoras. Se me han olvidado todas, como siempre. Igual era que al llegar al Bangkok sientes el abrazo del tiempo, no de ese inexorable que todo lo envejece, sino del que te hace sudar. Tal vez era que tengo una triple misión: peleas de peces, gallos y toros o que al llegar en tren a cualquier gran ciudad todas se parecen en la desolación, falta de esperanza y suciedad. Cada una en su medida, claro está.

Estoy profundamente impresionado desde hace unas horas y las impresiones junto al alterado horario me tienen sumido en trance. Impresionado porque tengo la sensación que cada aspecto de la vida cotidiana es tan rico, variable y diverso que tiende al infinito. Mis ojos son inexpertos y no están muy entrenados, lo confieso, pero soy incapaz de encontrar repeticiones. A cada paso se abren tanto que parecen nuevos de pura sorpresa: formas, colores, olores refinados y rostros matizados. Bebidas y frutas misteriosas invaden gargantas y paladares que deben ser extremadamente sutiles y bien entrenados para no perderse en la inmensidad. Todo tipo de viviendas, todo tipo de vehículos que se desplazan, y el río. Unos pasos bien encaminados y aparece la serpiente marrón de escamas blancas y moteada en verdes de hojas y ramas: es época de lluvias y el río baja con ganas, eso es seguro. Barcos y botes que mis pensamientos más atrevidos jamás se hubieran podido imaginar. Casas sobre el agua hundidas por partes; casas flotantes con tejados a varias aguas y ondulados, escamados, adornados; casas flotantes mitad grúas gigantes; casas que no parecen casas y casas de envidia en las horas vespertinas. Otros refugios, los templos. Inabarcables e incansables en detalles. Animales, hombres, budas, bailarinas, gatos, escamas, dorado, verde, azafrán y blanco, ¿los monjes? Cambiados por turistas. Oro, chinos e indios, árboles, matorrales medicinales, bonsáis y arbustos esculpidos, cabezas de pájaros dorados culminan los tejados, sombreros de guerreros vigilantes guardan viejas ideas. También hay monjes, no sólo turistas y comparten espacio para el bien futuro de todos los budas, aléjate de lo material, eso sí, saca el papel de oro y unos millones de bahts para que todo reluzca. Era el cumple del rey, ochenta años ni más ni menos, eso no pasa cada día, así que nos rascamos los bolsillos y a tirar la casa por la ventana. Por cierto y por si no lo sabías, andamos por el 2511. Ahora entiendo el adelanto y la sutileza del asunto. Millones de formas, incluso lánguidas, amarillas, vivas y todas con la misma incógnita, ¿para qué? Probablemente para comer. No sé quién a quién, pero me temo que los chinos andan por medio acumulando de todo durante milenios y salpicando su sutileza. Parece que la experiencia a ellos les cuenta a la hora de separar la paja del grano sin dejar que la paja se pudra o se moje, ni que el grano te entierre. Mientras tanto, en Europa, a quemar la paja, que hacía frío y a enterrar las cenizas bien profundas no vaya a ser que alguien saque algo en claro. No tiene pinta que se vayan a homogeneizar y perder consistencia, que se vayan a convertir en un espejo de la unifrormidad cultural de occidente. Somos pobres, tal vez siempre lo fuimos y menos veces que dedos tenemos conseguimos ver la claridad.

Mi rigurosidad es inversamente proporcional al infinito, os lo advierto y da la sensación que andaban todos relacionados: árabes, chinos, malayos, siameses, zulús, birmanos, nilóticos, bantús, javaneses, persas y un largo etcétera. Tal vez no fueran relaciones de amor perfecto, si no que les pregunten a los negros, pero convivían, comerciaban y se influían mutuamente: relación parasitaria a múltiples bandas: Waht Pho lleno de estatuas chinas. El fin no era cultural sino de balanceo de los barcos, pero el tiro salió por la culata y acabaron de adorno en el templo del buda que descansa. Qué inconscientes, sin pensar por un momento en que fuera una injerencia en su cultura, ni que les pudiera quitar protagonismo. Reciclaje un punto más allá: porcelana china de tazas, platos, jarrones y demás componentes de la vajilla para decorar los techos de monumentos erigidos por reyes, el objetivo, cobijar a unos cuantos budas. Ya por aquella época el oro era oro y los quemaban para derretir el dinero que los cubría.

Otro aspecto que me ha sorprendido y que había visto fugazmente sin acabarme de fijar es que hay muchas mujeres trabajando de albañiles y encofradoras. Y occidente con mujeres abanderadas de la igualdad de género en cuotas de los ministerios. Apoyo la moción, yo quiero cuotas de tetas para aumentar la felicidad de la población en general. Tal vez me envuelva en azafrán y me deje crecer la barba.

Estoy en un callejón apartado que podría ser Sevilla si no fuera por el río marrón veloz a mi espalda. A mi derecha, ¿boat, boat? Paseos especiales envueltos en una hora para turistas. A mi izquierda el tipo con bigote podría ser de más al oeste, indio por ejemplo. Vende piscolabis donde sólo distingo cacahuetes entre siete alimentos más. Un poco más allá un motorista monta a un pájaro rojo en la parte de atrás. Atrás quedan los garrulos con sus paseos bamboleantes dando pañuelo a los pájaros. Hasta ahora había visto perros, gatos, incluso un mono y una niña dormida, con almohada y todo, en moto, pero nunca un hermoso pájaro rojo. Pasan frente a mí dos sospechosos delgados y tatuados. Una señora con bolso naranja, pantalones añil y chanclas a juego se sienta a mi lado. Está observando un par de budas pequeños que ha comprado en el mercado de los amuletos. Ha sido breve, se ha sentado, ha rebuscado en su bolso y ha comprobado que estuvieran todas. Se levanta, prosigue su camino y a los cinco pasos repite el gesto, como cuando un drogadicto compra droga y a cada rato toca y toca para asegurarse que no se ha evaporado. Palpa con angustia y ansiedad por asegurarse de no perder lo que tanto le ha costado, ya sea dinero, tiempo o las dos cosas a la vez. Dos camisas sin exclusividad de Hawai pasan rellenas y con café helado en cada mano. El barquero lo intenta con otro turista, ojalá alguno recanalice sus bahts al barquero, me ha caído simpático. Se ha pasado el rato mirando cómo escribía, para él estoy dibujando una estructura de rayas paralelas y semi-horizontales. Un poco menos de luz, de ruido, una vela y como Kampi Ya Samaki, en Kenya o como en Zanzíbar, donde los negros se arremolinaban durante largos ratos para verme escribir. Este hombre es mucho más discreto. Corre el viento, estoy a la sombra y el conjunto disipa la humedad reinante.

Pasan para arriba y para abajo y como mucho no miran o miran y sonríen con delicadeza. Nadie dice nada, están acostumbrados a las más grandes e insalvables diferencias. En apariencia, todo vale. Un tipo me intenta encasquetar un cuchillo. Una colilla sale disparada hacia el río. Cien bahts y parece que convence a un barquero ocioso para que compre un juego de cuatro. Suenan frases francesas solapadas al regateo de los cuchillos, al final le deja cuatro por sesenta bahts. Ay ay, suspiro para señalar el paso del tiempo y me acabo de acordar que quiero comprar una libretilla y de que tengo los huevos sudados. Es lo que tiene escribir sentado en una silla con la mochila como mesa y en un clima tropical.

Como cuatro o cinco veces al día y me vuelve a entrar hambre. Unas mujeres sentadas unos metros a la izquierda de mí, no tienen suerte con su venta de culebrillas de agua negras y amarillas. Un monje pasa fumando un cigarro. Los motores de los barcos cuchichean a su paso, se están chivando. El viento es racheado y a cada poco cambia de dirección. Pasa un pobre descalzo, regado de bultos, negro de suciedad, tatuado y se sienta apoyado contra una columna, lo único que debe tener es tiempo. El jetlag me mantiene atontado, ¿me curaré mañana? Si no duermo la siesta tal vez, pero está claro que podría echarme y verme arrastrado de mi conciencia en un periquete. De la lejanía llegan coros intrigantes de niñas gritando. La barandilla está caliente y hay un nuevo tipo a mi lado. El tiempo pasa despacio cuando se apodera el cansancio, tendré que ir de nuevo en busca de café helado, se bebe tan rápido... Un montón de cajas en dos carretillas, un y una conductora flacos y fibrados. Un par de pedazos de pan succionan a un par de todavía no pescados a la superficie, otro tira un cigarro y no tiene tanta suerte. Cara redonda, cintura redondeada, un paquete en la mano y los pies separados. Una bandera me cuenta que el viento ha virado ochenta grados. Mis huevos andan un poco más escaldados y yo estoy listo para comer.

Llego a una luz tan blanca que sería capar de sacar de las tinieblas el mismísimo George W. Bush. Un pato colgando, unas verduras, salsas, salchichas colgantes, una carta extensa y un wok a toda candela. Hay dos o tres caldos básicos que ya tienen preparados, y el arroz, claro. No tardan más de cinco minutos en preparar la mayoría de los platos. Para variar a lo largo y ancho del mundo, los hombres a la cocina. El cocinero es extraño, no tiene pinta de tailandés, de hecho me parece haberlo visto antes en alguna película: abrochado hasta arriba por el lado, cuello redondo y sonriente ante una pelea y su muerte inminente. Regordete. Enfrente una mujer prepara unos postres en un carromato portátil: pasta fina de arroz, huevos, plátano, leche condensada, azúcar y salsa de chocolate. Una bomba que hoy no voy a repetir. Aparece de la trastienda del restaurante el segundo chino con coleta que veo y el primero que no es un niño. Centenares de años de coolies dando de comer a panzas hambrientas. Lo que es seguro es que tengo a uno delante mientras me pregunto por qué por qué aparecen las palabras castellanas más insospechadas: bellota, zapato, casero y cómo puede ser que esa francesa tenga las tetas tan grandes. Sopla aire refrescante que todo lo toca y agita, incluso las conciencias. Su ruido lo tapa el incesante ir y venir de coches veloces sostenidos a cuatro pisos de altura. Apenas veinte metros en horizontal y el sonido constante es más que un rumor. Refulgen grandes letras de neón verde sobre el añíl del cielo. Parpadean las luces de tres terrazas de un hotel. Si miro hacia el otro lado, aparecen los rascacielos de la parte más moderna de la ciudad. Hago un zoom y me siento como Paco Martínez Soria. Yo no había visto nada parecido en cuanto al frío polar y a la enormidad y cantidad de centros comerciales a cuál más gigante: vidrio, ascensores, pianos de cola, fuentes y mucha mucha altura.

El ruido sobrevuela cualquier parte de la ciudad y si no hubiera tanto sería un lujo dormir en una hamaca colgada en cualquier parte de la ciudad. Se hacer tarde, las nubes se ven sospechosamente claras por el reflejo del resplandor de la ciudad. Toc toc, ¿quién es? Tuc tuc, sé dónde vas, ¿y de dónde vengo? ¿es real o metafórico? Sirenas rematan la fiesta del ruido, el conductor del tuc tuc queda atrás y decido acercarme a ver pecar.

A Tailandia la llaman el país de la sonrisa y es cierto, a la que menos lo esperas te cae una sonrisa sin segundas partes e intenciones. Esta claro a que alguien de este país se le ha olvidado, a las chicas de los ping-pong shows: pelota, ping-pong, chumino. Pocas combinaciones se pueden hacer con estas palabras.

Al entrar me siento como un trozo de pan tirado en medio de la Plaza Catalunya cambiando el pan por mi picha y a las palomas por putas. Son lugares con la típica barra de bailarina de striptease en la que una decena de muchachas demuestran sus habilidades. El baile está claro que no es una, sus caras de tristeza profunda en las que una sonrisa parece una quimera, desentonan tanto del ambiente supuestamente festivo como sus pasos de baile desganados y condenados al olvido. Lo que no se te olvida son sus habilidades reales. Las escena me recuerda a Uma Thurman en Pulp Fiction cuando le cuenta a John el episodio piloto que había grabado: se trataba de un equipo de chicas cada una con una habilidad especial y que se complementaban, nada de solapamientos profesionales.

El show empieza con una señora con el cuerpo demasiado atraído por la gravedad que abre las chapas de las botellas con el chocho; la segunda absorbe agua con una pajita y la vuelve a expulsar -sin la boca-; la siguiente fuma por el chocho, claro; la cuarta empieza apagando unas velas con la única ayuda de un tubo y su chocho, y acaba explotando unos globos a 3 metros de distancia con la ayuda de unos dardos y el tubo.

La última en salir es la que da nombre al show y la que me resulta especialmente desagradable. Tanga atado en la pantorrilla derecha, pasados los treinta, regordeta y un poco amonada, pero eso no es nada. Un poco de liquido para la pelotita y ups, para adentro. Como calentamiento se la mete y la deja caer. Parece que está poniendo un huevo: mujer gallina y no solo por lo de puta. Una vez ha calentado pues ala, a hacer lanzamientos de distancia con el objetivo de conseguir unos estiramientos al final de la noche. Casi lo peor de todo es pensar que algún turista sera el encargado de hacerle los estiramientos pertinentes.

Atardecer con tres soles y dos cielos

La carretera al norte de Lombok es escarpada, estrecha, sube, baja, serpentea y con vistas teñidas de azul claro, azul marino y con toques de turquesa. Imitaciones de dhows adaptados se deslizan con el viento mar adentro. La costa está salpicada de algunos puertos improvisados y arriesgados puestos de vendedores de carretera. Enfrente, adelantamientos imposibles, detrás, el abismo.

Llegamos al puerto con mayor concentración de descendientes directos de los piratas malayos más execrables. La barca, el espacio y el combustible se aprovechan al máximo. Un niña con su abuela no quiere zapatos, sino dormir. Forraje para los mini-caballos, turistas, agua y licor. A la llegada nos esperan unos piratas de carretera y resuena la frase: puli-buk puli-buk. Una isla ente tres, tres cantos gigantes para un gigante que quiera sumergirse en el mar. Verdes por fuera, blancas por dentro, blancas por fuera y verdes por dentro, cuestión de localización.

Nos evaporamos de piratas de carretera y entre verde turquesa, rumor de las olas y miles de estrellas nos bañamos en un palmo de agua salada. Marea baja, agua caliente. Se oyen unos rumores que hablan de Alá, serán las sombras, el viento entre los árboles o el rumor del mar. Buscamos tesoros con el agua por debajo de las rodillas, unas nubes lejanas y el sol de la tarde. No somos ambiciosos, unos corales muertos blancos y mejor si son rojos. Algunas conchas nos conducen sin darnos cuenta al cementerio de los corales. Llegan de todas partes para morir y desintegrarse aquí, elefantes sin cerebro pero con igual destino: un ocaso con tres soles y dos cielos de regalo.

Un sol sobre las nubes y dos sobre el espejo estancado del cementerio de coral. También dos cielos, uno rojo intenso limitado por las nubes y lleno y otro más violeta y difuminado. Otro sol piruleta entre las nubes violeta oscuro, dos más anaranjados y estirados, el segundo copia del primero.

El que por aquí hace las funciones de dios se encargó de peinar las nubes con perfectas rayas paralelas en el horizonte. Todo muy delicado, meticuloso y sin torcerse. Lo único es que se le debió derramar el bote de los tintes y está todo salpicado de violeta que convierte el mar en plata, salmón con un foco detrás que se transforma en gris, naranja, ocre, pardo, azul marino y cielo. Por el este amenaza la oscuridad, por el oeste y por momentos,horizonte, mar, cielo y reflejo, se tiñen de tragedia.


Desde la ventana de mi habitación

Me apago, las luces, el sol desciende, se encienden. Contraste a tres bandas. Otro atardecer desde la distancia, aislado tras la ventana. Tumbado en el sofá atrapado por la inactividad. Me siento atado mientras me atasco. Aire fresco encerrado nunca llega. Aire vívido asoma a la ventana. Medio cristal evita el toc toc, por suerte. Buena decisión pensarte. Resto blanco menos cuando el sol saluda y se despide: un regalo si tienes ojos de ver. Tantas tonalidades ayer me hicieron llegar tarde. Peor que contar estrellas, porque son colores, los piensas y los sientes cercanos. Miras, ves y cuáles son: cero palabras, aturdimiento. Si estás cerca te pregunto, pero parece las paletas nos las hemos dejado todos en esa habitación que nunca existió. ¿Por qué? Quien me lo podría explicar, lo pinta y no encuentro a nadie que me diga cómo se puede contar. No son absolutos, ni lo pretendo, sino un impulso hacia la expresión personal. Necesito a alguien con un cerebro bien fornido y los ojos de acero. ¿Será posible en tal caso una transformación invertida? No llega sola, eso lo puedo asegurar. Me faltan más manos en dos brazos para ser capaz de palpar. Necesito que se me quite el hipo existencial. Subir, bajar, arrastrado por el misterio y viendo pasar la distancia sin poderla atrapar. Tal vez, si me pusiera del revés... vería bragas y tangas. Cero distracción para poder más que contemplar disfrutar, expresar para comparar.

Salgo a la calle con intención de dar un paseo. Me arrepiento. Subo decidido a pasear por mí mismo. Se me escapan los recuerdos, media vida no existe, jeje, menuda broma. A alguien se le olvidó contarme algunos detalles, aunque tal vez lo hizo y lo integré en el olvido. Significativo e intrascendente para el caso. Me falta un vaso, pues me lo hago con filosofía. Me sobra sensibilidad, pues la anestesio, la olvido, la envuelvo y me la trago, que de eso sé un rato. Es acostumbrarse y para eso sí estamos bien entrenados. Un respiro, que hace tiempo sólo se alimentan de suspiros, internos, por supuesto, no querría molestar... Unas dudas, ardor de estómago y como nuevo, vuelta a empezar: digo pez cuando quiero decir puta y disoluta cuando quiero decir qué bien. Aparece un remolino, aspas de esparto y situado en medio del corazón sensible, no el de latir, sino el de sentir. El viento, mis nervios ante la ilusión con tetas, los astros y las letras, el petróleo, la niebla, una imprudencia, un camión de mercancías, una gripe, un desliz, un rechazo, o peor, un suicidio y un sinfín; agitado y bien revuelto. Entre todo eso y a pesar de ello, un camino y cierta esperanza estética de éxito. Pues eso, el viento es potente. Las aspas y el esparto más un molino igual a sufrimiento, para variar. Sólo el salmón luminoso, sin ser fosforescente y difuminado, me salva: combinación de nubes bajas difusas y el principio de una mañana -punto y aparte, que me repito la sopa de ajo tostado-, es suficiente para secuestrarme y ponerme contento. ¿A cuántos os pasa? Quiero conoceros porque las conexiones de mis lados se han cortado, o las voy perdiendo, que es lo mismo. Sin culpables y tan lejos, cansado, encerrado y preocupado por si seré así. Dos posibilidades: o sí o no. Un mundo con ramas, en la playa si es posible, bien largas y cargadas de savia.

Hago silencio, se echa de menos. Necesito un descanso, gano coherencia externa y me aterra. Ladran unos lamechochos, se cierran las últimas persianas, huyen los coches hacia el dulce hogar, qué bien, sólo son las siete y salgo de trabajar. Pita una chicharra. Ruge un escorpión. Lenguas seguro que viperinas aunque no las entienda me recuerdan que Stephanie no está muerta pero como si lo estuviera. Un dueño arrastra al lamechochos a la lejanía. Me chillaba que necesitaba reconocimiento, claro nena, tienes unos cuantos traumas de más, y los suplía con un montón de salidas. No voy a decir que guarrilla, pero ya tú sabes. Me decía subida en unos inmensos tacones, que era la reina de las citas a ciegas. Jiji. Ahorro los detalles en un telegrama que ella nunca recibió: “Hay una fiesta. Stop. Tienes que venir acompañada. Stop. No tienes pareja. Stop. Mi compañera de habitación. Stop. Su amigo es alto y rubio. Stop. Tú estás sola. Stop. Tú estás sola. Stop. Si no niegas. Stop. Confirmo. Stop.“

Iba resoluta y arreglada, picoteaba y si le gustaba bien y si no... también. Jijiji. Oigo unos niños arrastrar muebles al azar, en la calle, motores. Un caminante solitario corta el viento. Las personas sólo se juntan en los semáforos: urbanismo que canaliza flujos humanos. Un camión imposiblemente cuadrado y mira, veo unos despachos con ventanas amplias, encendidas y sin cortinas. Lástima de los prismáticos. Uno ha acabado, menos mal. Un par de figuras charlan y el resto es mobiliario. Desde esta distancia y con esa luz, no tengo perspectiva y me parece un cuadro. Un zumbido mecánico leve y persistente supervisa mi tarde. El que ha acabado, ahora está abajo, en la calle, poniéndose el casco y abrigándose, que corre por aquí un primo hermano del cierzo. Ya se ha fundido en el tráfico. No es esto el día de la marmota por pequeños matices y mala memoria. Puertas se cierran, rugido, alguien se marcha, ¿se irá a casa o será de los del bar? Si le viera la cara... Suena el teléfono, es Marcos, el de los huevos largos. Nada importante, saludarme. Alguien con prisa. Un nuevo lamechochos pisa la ciudad, sus ladridos los delatan.

¡Ay Stepahnie! siempre con tus planes y las tetas como flanes. No hubieron otras, no me malinterpretéis, soy romántico, unitono y contribuyo con calor al ruido general. No me llama un él: o tiene mucho trabajo o algo anda mal. Mundo dicotómico con excesiva frecuencia. Me olvido del respeto y me acuerdo del ping-pong sin metáforas y con cotidianidad: al hombre X lo han jodido y seguirán sin respiro, yo no veo, tú qué ves, él no sabe, ella no está, nosotros somos pocos, vosotras unas putas, ellos están lejos y a ellas las querría conocer. Todos tienen mundos, yo no me lo creo, todos sabemos, eso menos. El cojo brinca, el ciego mira, el tuerto otea, el sordo, música, el amor, pega, la felicidad es depresión y yo sentado en mi balcón.

En los despachos siguen trabajando, dos han bajado sus persianas translúcidas y modernas, ¿se habrán sentido intimidados? Pues andad con ojo con el efecto mariposa. Una chica sigue enganchada a la pantalla, me suena. Redoble de tambores, tachán: eso es lo que te espera cuando acabes la carrera, una vida inseparable de un ordenador, eso sí, cada vez más humano. Tienes suerte de vivir en occidente, que no se te olvide. Gracias gracias, para ti todas las desgracias. Suena el timbre, que las llaves se pierden. De nada.

Me muerde mañana, sé que podré dormir y despertar, que podría ser un día cualquiera o algo trascendental. Todo es posible y no se puede ser indiferente ante la potencialidad existencial de un deseo sin forma, de una interrupción, de un desvarío, de muchas ganas y unas flores, para más señas, azules. Susurros, un abrazo de los que valen un millón metido en un bucle, mil misterios, una vida nueva o simplemente, nada de nada más que un leve pasado.