Contagio por simpatía

El sol está lejos del horizonte todavía y yo temo que cualquier día alguien me absorba de un bostezo. Oigo un ¡bah! y veo una cara de asco más que circunstancial, totalmente integrada en la cotidianidad. Habla con un hombre que en algún momento vivió en la calle. Cara rojiza, pelo azotado por la intemperie y la adicción como cartel de neón que anuncia que hubo tiempos peores. Habla de agujeros de vida y de que si le toca la lotería no le van a volver a ver. Su discurso suena a cataratas y aullidos mientras sus pies reposan por el asiento enfrentado en un gesto al que le sobran cuarenta años. Lleva un gorro de fieltro verde medio calado con unas letras en inglés que anuncian amor universal. Su nieta, cuando despierte en un rato, no podrá encontrar su gorro. Él, cuando despierte, no podrá reconocerse.
Tiene frío y sus manos cruzadas descansan sobre la bragueta, entre su entrepierna. Ahí nunca se acaba el calor. Se rasca la nariz con la mano izquierda y aprovecha para husmearse. Su conversante lleva una chaqueta de pana, gorra de visera y cierra los ojos a la menor ocasión. Ante ese gesto calla inquieto y sigue con los como platos. Lo mira de vez en cuando para ver si conecta una mirada y puede seguir cascando. Si no está dormido, el conversante, está claro que le gustaría estarlo. Como a todos, que son las siete menos cuarto.
El hombre no aguanta mucho simplemente mirando y saca su aparato del bolsillo. Empieza a teclear para poder evaporarse del peso de él mismo. Chorrear palabras y que reboten constantemente en la pared frontal del cerebro hace mucho ruido. Demasiado, y hay que acallarlo con algo. El incauto semidurmiente abre un ojo y le caen unas frases en tropel. Que si mañana tal, que voy con fulanito y, de repente, desvía la mirada en un pensamiento. ¡Atención, se vislumbra un pensamiento! que mañana no, pasado mañana. Dice hasta el miércoles y que mañana traerá otro abrigo más feo pero hasta los pies. Qué coqueto. Se levanta y se va.
Lo substituye una muchacha con chaqueta blanca que de lo primero que se ocupaes de subirse los pantalones por detrás. Hay que ser decorosa y no enseñar un palmo de tanga. Lo segundo, sacar el móvil y agarrarlo con la mano derecha. Al que se hacía el dormido ahora le entran ganas de hablar e intenta un conato de conversación con la nueva inquilina. Una mirada valen más que mil palabras. La muchacha cierra los ojos y no me cuesta adivinar que piensa que ojalá estuviera en la cama un ratito más. Chaqueta puesta y tres capas más. Tejanos oscuros, sombras de celulitis y unas manos delicadas que sólo agarran lapiceros y rozan teclas y penes. Me cuesta visualizar el cambio de su rictus en una sonrisa despegada de alegría, el cambio del móvil por el pene de su marido y del bostezo por un ansia de humedecer su canario.
El exterior sigue igual de oscuro que el interior, el día no parece avanzar y la muchacha se reclina un poco más. La separación entre asientos opuestos es escasa, y la única forma de estar un poco más estirada es resbalar y dejarse deslizar unos centímetros más de pierna contraria. Acerca su centro energético a apenas dos palmos de la rodilla del que se hacía el dormido. Él se percata del sutil gesto. Nunca dos palmos separaron mayor distancia circunstancial. Miles de circunstancias deberían suceder para que esos dos palmos se convirtieran en cero consentido. Tantas, que creo que sería más probable que me embutiera en vinilo, me pusiera botas de tacón, un látigo y me llamara Amanda.
Luces amarillas y rojas sobre el fondo negro en el exterior. Luz blanca horriblemente uniformadora de fluorescentes en el interior. Nadie parece expectante, ni en el interior ni en el exterior, es un día más, sin nada especial. Desenfocan sus pensamientos y dejan la ilusión para los niños. Nuestras caras son de muertos por estos lares y a estas horas y la felicidad parece algo más que improbable.
Sube una niña pequeña con su madre y su abuela. Nuestra esperanza, nuestro futuro. Muy bien, que se acostumbre de pequeña, que se vaya insensibilizando ante la depresión, la apatía, el mal olor, la oscuridad y los rostros de desolación y desesperanza. Que lo sepas nena, esto es lo que te espera. Es difícil escapar y si me miras desde el fondo del vagón, me verás como uno más.

0 comentarios: