Bangkok tiene n dimensiones

Como siempre, las que no se escriben son las palabras perfectas, construcciones sutiles y reveladoras. Se me han olvidado todas, como siempre. Igual era que al llegar al Bangkok sientes el abrazo del tiempo, no de ese inexorable que todo lo envejece, sino del que te hace sudar. Tal vez era que tengo una triple misión: peleas de peces, gallos y toros o que al llegar en tren a cualquier gran ciudad todas se parecen en la desolación, falta de esperanza y suciedad. Cada una en su medida, claro está.

Estoy profundamente impresionado desde hace unas horas y las impresiones junto al alterado horario me tienen sumido en trance. Impresionado porque tengo la sensación que cada aspecto de la vida cotidiana es tan rico, variable y diverso que tiende al infinito. Mis ojos son inexpertos y no están muy entrenados, lo confieso, pero soy incapaz de encontrar repeticiones. A cada paso se abren tanto que parecen nuevos de pura sorpresa: formas, colores, olores refinados y rostros matizados. Bebidas y frutas misteriosas invaden gargantas y paladares que deben ser extremadamente sutiles y bien entrenados para no perderse en la inmensidad. Todo tipo de viviendas, todo tipo de vehículos que se desplazan, y el río. Unos pasos bien encaminados y aparece la serpiente marrón de escamas blancas y moteada en verdes de hojas y ramas: es época de lluvias y el río baja con ganas, eso es seguro. Barcos y botes que mis pensamientos más atrevidos jamás se hubieran podido imaginar. Casas sobre el agua hundidas por partes; casas flotantes con tejados a varias aguas y ondulados, escamados, adornados; casas flotantes mitad grúas gigantes; casas que no parecen casas y casas de envidia en las horas vespertinas. Otros refugios, los templos. Inabarcables e incansables en detalles. Animales, hombres, budas, bailarinas, gatos, escamas, dorado, verde, azafrán y blanco, ¿los monjes? Cambiados por turistas. Oro, chinos e indios, árboles, matorrales medicinales, bonsáis y arbustos esculpidos, cabezas de pájaros dorados culminan los tejados, sombreros de guerreros vigilantes guardan viejas ideas. También hay monjes, no sólo turistas y comparten espacio para el bien futuro de todos los budas, aléjate de lo material, eso sí, saca el papel de oro y unos millones de bahts para que todo reluzca. Era el cumple del rey, ochenta años ni más ni menos, eso no pasa cada día, así que nos rascamos los bolsillos y a tirar la casa por la ventana. Por cierto y por si no lo sabías, andamos por el 2511. Ahora entiendo el adelanto y la sutileza del asunto. Millones de formas, incluso lánguidas, amarillas, vivas y todas con la misma incógnita, ¿para qué? Probablemente para comer. No sé quién a quién, pero me temo que los chinos andan por medio acumulando de todo durante milenios y salpicando su sutileza. Parece que la experiencia a ellos les cuenta a la hora de separar la paja del grano sin dejar que la paja se pudra o se moje, ni que el grano te entierre. Mientras tanto, en Europa, a quemar la paja, que hacía frío y a enterrar las cenizas bien profundas no vaya a ser que alguien saque algo en claro. No tiene pinta que se vayan a homogeneizar y perder consistencia, que se vayan a convertir en un espejo de la unifrormidad cultural de occidente. Somos pobres, tal vez siempre lo fuimos y menos veces que dedos tenemos conseguimos ver la claridad.

Mi rigurosidad es inversamente proporcional al infinito, os lo advierto y da la sensación que andaban todos relacionados: árabes, chinos, malayos, siameses, zulús, birmanos, nilóticos, bantús, javaneses, persas y un largo etcétera. Tal vez no fueran relaciones de amor perfecto, si no que les pregunten a los negros, pero convivían, comerciaban y se influían mutuamente: relación parasitaria a múltiples bandas: Waht Pho lleno de estatuas chinas. El fin no era cultural sino de balanceo de los barcos, pero el tiro salió por la culata y acabaron de adorno en el templo del buda que descansa. Qué inconscientes, sin pensar por un momento en que fuera una injerencia en su cultura, ni que les pudiera quitar protagonismo. Reciclaje un punto más allá: porcelana china de tazas, platos, jarrones y demás componentes de la vajilla para decorar los techos de monumentos erigidos por reyes, el objetivo, cobijar a unos cuantos budas. Ya por aquella época el oro era oro y los quemaban para derretir el dinero que los cubría.

Otro aspecto que me ha sorprendido y que había visto fugazmente sin acabarme de fijar es que hay muchas mujeres trabajando de albañiles y encofradoras. Y occidente con mujeres abanderadas de la igualdad de género en cuotas de los ministerios. Apoyo la moción, yo quiero cuotas de tetas para aumentar la felicidad de la población en general. Tal vez me envuelva en azafrán y me deje crecer la barba.

Estoy en un callejón apartado que podría ser Sevilla si no fuera por el río marrón veloz a mi espalda. A mi derecha, ¿boat, boat? Paseos especiales envueltos en una hora para turistas. A mi izquierda el tipo con bigote podría ser de más al oeste, indio por ejemplo. Vende piscolabis donde sólo distingo cacahuetes entre siete alimentos más. Un poco más allá un motorista monta a un pájaro rojo en la parte de atrás. Atrás quedan los garrulos con sus paseos bamboleantes dando pañuelo a los pájaros. Hasta ahora había visto perros, gatos, incluso un mono y una niña dormida, con almohada y todo, en moto, pero nunca un hermoso pájaro rojo. Pasan frente a mí dos sospechosos delgados y tatuados. Una señora con bolso naranja, pantalones añil y chanclas a juego se sienta a mi lado. Está observando un par de budas pequeños que ha comprado en el mercado de los amuletos. Ha sido breve, se ha sentado, ha rebuscado en su bolso y ha comprobado que estuvieran todas. Se levanta, prosigue su camino y a los cinco pasos repite el gesto, como cuando un drogadicto compra droga y a cada rato toca y toca para asegurarse que no se ha evaporado. Palpa con angustia y ansiedad por asegurarse de no perder lo que tanto le ha costado, ya sea dinero, tiempo o las dos cosas a la vez. Dos camisas sin exclusividad de Hawai pasan rellenas y con café helado en cada mano. El barquero lo intenta con otro turista, ojalá alguno recanalice sus bahts al barquero, me ha caído simpático. Se ha pasado el rato mirando cómo escribía, para él estoy dibujando una estructura de rayas paralelas y semi-horizontales. Un poco menos de luz, de ruido, una vela y como Kampi Ya Samaki, en Kenya o como en Zanzíbar, donde los negros se arremolinaban durante largos ratos para verme escribir. Este hombre es mucho más discreto. Corre el viento, estoy a la sombra y el conjunto disipa la humedad reinante.

Pasan para arriba y para abajo y como mucho no miran o miran y sonríen con delicadeza. Nadie dice nada, están acostumbrados a las más grandes e insalvables diferencias. En apariencia, todo vale. Un tipo me intenta encasquetar un cuchillo. Una colilla sale disparada hacia el río. Cien bahts y parece que convence a un barquero ocioso para que compre un juego de cuatro. Suenan frases francesas solapadas al regateo de los cuchillos, al final le deja cuatro por sesenta bahts. Ay ay, suspiro para señalar el paso del tiempo y me acabo de acordar que quiero comprar una libretilla y de que tengo los huevos sudados. Es lo que tiene escribir sentado en una silla con la mochila como mesa y en un clima tropical.

Como cuatro o cinco veces al día y me vuelve a entrar hambre. Unas mujeres sentadas unos metros a la izquierda de mí, no tienen suerte con su venta de culebrillas de agua negras y amarillas. Un monje pasa fumando un cigarro. Los motores de los barcos cuchichean a su paso, se están chivando. El viento es racheado y a cada poco cambia de dirección. Pasa un pobre descalzo, regado de bultos, negro de suciedad, tatuado y se sienta apoyado contra una columna, lo único que debe tener es tiempo. El jetlag me mantiene atontado, ¿me curaré mañana? Si no duermo la siesta tal vez, pero está claro que podría echarme y verme arrastrado de mi conciencia en un periquete. De la lejanía llegan coros intrigantes de niñas gritando. La barandilla está caliente y hay un nuevo tipo a mi lado. El tiempo pasa despacio cuando se apodera el cansancio, tendré que ir de nuevo en busca de café helado, se bebe tan rápido... Un montón de cajas en dos carretillas, un y una conductora flacos y fibrados. Un par de pedazos de pan succionan a un par de todavía no pescados a la superficie, otro tira un cigarro y no tiene tanta suerte. Cara redonda, cintura redondeada, un paquete en la mano y los pies separados. Una bandera me cuenta que el viento ha virado ochenta grados. Mis huevos andan un poco más escaldados y yo estoy listo para comer.

Llego a una luz tan blanca que sería capar de sacar de las tinieblas el mismísimo George W. Bush. Un pato colgando, unas verduras, salsas, salchichas colgantes, una carta extensa y un wok a toda candela. Hay dos o tres caldos básicos que ya tienen preparados, y el arroz, claro. No tardan más de cinco minutos en preparar la mayoría de los platos. Para variar a lo largo y ancho del mundo, los hombres a la cocina. El cocinero es extraño, no tiene pinta de tailandés, de hecho me parece haberlo visto antes en alguna película: abrochado hasta arriba por el lado, cuello redondo y sonriente ante una pelea y su muerte inminente. Regordete. Enfrente una mujer prepara unos postres en un carromato portátil: pasta fina de arroz, huevos, plátano, leche condensada, azúcar y salsa de chocolate. Una bomba que hoy no voy a repetir. Aparece de la trastienda del restaurante el segundo chino con coleta que veo y el primero que no es un niño. Centenares de años de coolies dando de comer a panzas hambrientas. Lo que es seguro es que tengo a uno delante mientras me pregunto por qué por qué aparecen las palabras castellanas más insospechadas: bellota, zapato, casero y cómo puede ser que esa francesa tenga las tetas tan grandes. Sopla aire refrescante que todo lo toca y agita, incluso las conciencias. Su ruido lo tapa el incesante ir y venir de coches veloces sostenidos a cuatro pisos de altura. Apenas veinte metros en horizontal y el sonido constante es más que un rumor. Refulgen grandes letras de neón verde sobre el añíl del cielo. Parpadean las luces de tres terrazas de un hotel. Si miro hacia el otro lado, aparecen los rascacielos de la parte más moderna de la ciudad. Hago un zoom y me siento como Paco Martínez Soria. Yo no había visto nada parecido en cuanto al frío polar y a la enormidad y cantidad de centros comerciales a cuál más gigante: vidrio, ascensores, pianos de cola, fuentes y mucha mucha altura.

El ruido sobrevuela cualquier parte de la ciudad y si no hubiera tanto sería un lujo dormir en una hamaca colgada en cualquier parte de la ciudad. Se hacer tarde, las nubes se ven sospechosamente claras por el reflejo del resplandor de la ciudad. Toc toc, ¿quién es? Tuc tuc, sé dónde vas, ¿y de dónde vengo? ¿es real o metafórico? Sirenas rematan la fiesta del ruido, el conductor del tuc tuc queda atrás y decido acercarme a ver pecar.

A Tailandia la llaman el país de la sonrisa y es cierto, a la que menos lo esperas te cae una sonrisa sin segundas partes e intenciones. Esta claro a que alguien de este país se le ha olvidado, a las chicas de los ping-pong shows: pelota, ping-pong, chumino. Pocas combinaciones se pueden hacer con estas palabras.

Al entrar me siento como un trozo de pan tirado en medio de la Plaza Catalunya cambiando el pan por mi picha y a las palomas por putas. Son lugares con la típica barra de bailarina de striptease en la que una decena de muchachas demuestran sus habilidades. El baile está claro que no es una, sus caras de tristeza profunda en las que una sonrisa parece una quimera, desentonan tanto del ambiente supuestamente festivo como sus pasos de baile desganados y condenados al olvido. Lo que no se te olvida son sus habilidades reales. Las escena me recuerda a Uma Thurman en Pulp Fiction cuando le cuenta a John el episodio piloto que había grabado: se trataba de un equipo de chicas cada una con una habilidad especial y que se complementaban, nada de solapamientos profesionales.

El show empieza con una señora con el cuerpo demasiado atraído por la gravedad que abre las chapas de las botellas con el chocho; la segunda absorbe agua con una pajita y la vuelve a expulsar -sin la boca-; la siguiente fuma por el chocho, claro; la cuarta empieza apagando unas velas con la única ayuda de un tubo y su chocho, y acaba explotando unos globos a 3 metros de distancia con la ayuda de unos dardos y el tubo.

La última en salir es la que da nombre al show y la que me resulta especialmente desagradable. Tanga atado en la pantorrilla derecha, pasados los treinta, regordeta y un poco amonada, pero eso no es nada. Un poco de liquido para la pelotita y ups, para adentro. Como calentamiento se la mete y la deja caer. Parece que está poniendo un huevo: mujer gallina y no solo por lo de puta. Una vez ha calentado pues ala, a hacer lanzamientos de distancia con el objetivo de conseguir unos estiramientos al final de la noche. Casi lo peor de todo es pensar que algún turista sera el encargado de hacerle los estiramientos pertinentes.

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