Degustación con se trencada

Un medio día fui a comer a un restaurante con un amigo y no dejamos propina, lo confieso, por eso escribo, para enviar una propina personal.


No sólo con el sueldo pagan las empresas, ya sabes, está de moda dar valor añadido a cualquier cosa. En el caso que nos ocupa eso se traduce en que tiene en su poder una tarjeta de la empresa para sus gastos, invitar a clientes y demás: unos euros destinados a quedar bien y hacerle sentir con cierto poder, el tope, 30 euros por persona. Esa es la teoría, en la práctica es que se nos ha aparecido la oportunidad de explorar restaurantes que antes sólo podíamos olisquear desde la puerta. Treinta euros no es mucho, pero una factura por aquí y otra por allí y nos podemos pegar comidas de 60-80 euros por persona, invita la multinacional, nada mal.
Hoy ha sido algo excepcional, una sensación jamás imaginada y que no tiene sólo que ver con la comida en sí, que era excepcional, sino con el después y no estoy hablando de retrogustos, sino de una sensación absoluta de presente que me dura hasta ahora. He bebido agua y he salido embriagado, no sé cuál es el truco, pero sabía a magia. Mientras comía no me he planteado el orden de los platos, y ante lo que para mí no seguía una regla aparente se han ido combinando aromas, olores, sabores y gustos en la justa medida y cantidad para transmutarse de alimentos a una sensación de alegría e incredulidad que costará repetir. Una sensación que parece mentira la pueda producir una comida: vitalidad, roces puros que producen un mareo espiritual, recuerdos de sabores que arrancan sonrisas, nostalgia inmediata de no poder repetir porque acabas con la impresión de que jamás volverás a tener hambre.
La coliflor con frambuesa ha arrancado mi primera sonrisa. Fría con una vinagreta intensa y justa que hace explotar de ácido el paladar. Siguiendo en el tono unos berberechos con rúcola y un toque de jengibre para conectar con lo anterior dotados de un sabor mar intenso con ruido de mar incluido y un toque amargo para asentar las bases. Mar justo para concatenar con un plato absolutamente distinto pero no disociado. Atún crudo -no creo que sea el nombre técnico- con unas perlas doradas de sabor líquido concentrado y todo sobre una base de yema de huevo. Palabras mayores, se me han cerrado los ojos sin querer para que mi mente se pudiera concentrar y disfrutar de cada matiz, de cada pequeña explosión que me inundaba desde los pies a la cabeza y renovaba el sabor. Lo siguiente ha sido espectacular, me han dado ganas de exclamar, pero claro tantos euros por medio implican una atmósfera un tanto cortante: crema de alcachofas con piñones, pasas y una salsita paradisíaca. ¡Qué intensidad!, ¡qué goce! al meter la cuchara en la boca notabas la alcachofa en la punta de un sabor sólido, intenso que cambiaba con los segundos hasta dejarte un puntito picante sin picar. Cada vez que hundía la cuchara se me caía una lágrima por la pérdida que suponía ese acto a la vez que se me escapaba una sonrisa ante el placer que estaba apunto de llegar. Durante ese rato me he perdido de la conversación, me ha abstraído de la realidad por unos instantes.
Los platos se han ido sucediendo hasta llegar al final, ¿café? no gracias, no quiero borrar el recuerdo de los sabores, además esperaré unas horas antes de lavarme los dientes, que lo sepas.

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